Mucho antes de que
Alexander Trauner lo hiciera en El Apartamento (The Apartment, 1960),
Alfred Hitchcock filmó el espacio claustrofóbico en el que se
fraguaba cada día el fracaso vital del oficinista, del hombre
encajado en la cuadrícula de una sucesión interminable formada por
filas y columnas de mesas y sillas, ocupadas por personas que se
afanan en que encajen las cuentas de la empresa. El plano de la
oficina que abre esta película anticipa esa pérdida, ese ataque
instituido de la empresa, que surte el sustento en forma remunerada
al trabajador y cercena, desgasta, aniquila sistemáticamente,
cualquier forma evolucionada del amor.
Ése es el punto de partida de
Rico y Extraños, Freddy Hill (Henry Kendall) abandona el encierro
corporativo y se precipita escaleras abajo en el metro, imagen que
veremos de nuevo en los títulos de crédito de la excepcional Con la
muerte en los talones (North by Nortwest, 1959), la primera película
de acción de la Historia del Cine, Ricos y Extraños también es una
película de acción, pero en un sentido más intimista y
antropológico: el desgaste del desencuentro entre marico y mujer
lanza a los protagonistas a una más que sugerente trama constituida
por una huida hacia delante. Los cónyugues reclaman para sí “las
cosas buenas de la vida” (como le dice Freddy a su esposa, Emily,
interpretada por Joan Barry), y cruzan el Canal de La Mancha, camino
de París; este éxodo del tálamo, un escape iniciático, está muy
relacionado con la aventura de los novios de Champagne (Champagne,
1928). Al igual que en la novela bizantina, el amor de la joven
pareja debe ser sometido a varias y duras pruebas hasta demostrar su
validez o, por el contrario, su impostura.
Hitchcock se acerca al
espíritu de la Historia eriópica de Heliodoro, pues el atribulado
viaje de los Hill no es sino la epopeya moderna de dos burgueses que
se saben hastiados en la metrópoli y sus erosivos modos de vida, y
que tratan de escapar a los rigores de la rutina, tan ricos como
extraños son. Las desavenencias conyugales jalonan este recorrido
exótico que el mago del suspense rodó en exteriores (Marsella,
Sidón, Colombo y Suez), rumbo al lejano Oriente desde Londres y el
París del Follies Berger (los recuerdos del joven Hitchcock emergen
una y otra vez), donde el pellizco metafórico que le propinan a
Emily hace saltar en ella los resortes del ensueño. Este ideal se
concretará ya a bordo de un barco, en pleno Mediterráneo, en la
persona del capitán Gordon, un seductor que fuma en pipa y cuya
compañía busca la señora Hill en todo momento, mientras su marido
yace mareado en su camarote. “¿Ha estado usted alguna vez
enamorado, señor Gordon?”, le pregunta Emily al maduro galán,
quien responde con un contundente “No”, la respuesta que enciende
aún más las pasiones de la joven: “Pruebe ese amor”. El
director nos muestra entonces un mar embravecido cuyo fragor emvuelve
el beso de los amantes: para consumarlo, han de sortear las “cadenas”
reales y metafóricas sobre la cubierta. La crisis es ya una realidad
y los esposos son extraños, circunstancia que aprovecha una princesa
que no lo es para conquitar el interés (que no el corazón) del
estólido Fred.
Al igual que en El jardín de Alá y El cielo
protector, Oriente desata la sexualidad adormecida durante mucho
tiempo en el nido de cementi de la gran urbe londinense. La
liberación simultánea que experimentan los Hill con otras parejas,
mientras el barco atraviesa el Canal de Suez y se celebran los
carnavales (esa metáfora) a bordo, remite una y otra vez a las
reflexiones de Hitchcock dilmadas en Champagne: “Después de haber
probado el champán, ¿por qué seguir bebiendo agua?”, es también
el leit motiv de los groseros advenedizos de Juno and the Paycock,
una forma, como otra más, de burlar aparentemente a la muerte y a la
enfermedad, de despertar el poder oscuro de la voluntad propia, capaz
de ensanchar el otro canal, el de los estrechos cauces morales. Fred,
ebrio de culpabilidad, se despacha con su esposa: busca la liberación
y una justificación de sus actos en el insulto: “Eres una
estúpida, idiota, mosqita muerta”. Emily, por primera vez en su
vida, se ha sentido amada de verdad y corresponde a Gordon, mientras
la princesa impostora, hija en realidad de un tintorero, abandona a
Fred, no sin antes sustraerle 1000 libras. Las apariencias han vuelto
a jugar una mala pasada, y la habitación del hotel donde discuten
acaloradamente marido y mujer se convierte en un entremés atravesado
de cómico patetismo.
Hitchcock filma en esta
película la ceguera del amor y sus calamidades; Ovidio, al referirse
en el Ars amandi al capítulo de “Las tristezas del amor”, dice:
“Pocos placeres y muchas pesadumbres, tal es la suerte de los
enamorados: que preparen éstos su ánimo a numerosas pruebas”. El
naufragio del barco en el que viajan los Hill parece poner punto
final a las continuas desavenencias y desencuentros. Su vida se sitúa
a la deriva y la extrañeza los rescata de una muerte segura: un
junco chino les recoge y sus tripulantes no se inmutan ante la muerte
de un compatriota colgado por accidente de una cuerda, devoran gatos,
dan a luz a bordo sin emitir quejido y no les dirigen la palabra en
todo el trayecto. De nuevo, Emily y Fred continúan sufriendo un
éxodo elegido de consecuencias insospechadas, una prueba de amor que
terminará por estrechar de nuevo sus lazos, cierre moral que se
ajusta a los códigos de los años 30.
Quíen sabe qué otras vidas
conocieron la falsa princesa y el capitán Gordon, las aventuras
espirituales que tocaron con sus manos los aburguesados Hill: sin
duda es esta otra historia aún más apasionante. “Que el mar lo
transforme todo en algo rico y nuevo”, dice la cita de La tempestad
de Shakespeare que Hitchcock instera en los intertítulos. Nos
preguntamos qué hubiera sucedido si realmente la aventura hubiera
sido completa y Fred y la princesa y Emily y el capitán Gordon se
hubieran atrevido a dar el salto que les separaba de ocho años de
matrimonio: seguramente a Hitchcock los productores y el público lo
hubieran defenestrado, expulsándole definitivamente de la industria.
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