jueves, 24 de mayo de 2012

Champagne (Champagne, 1928)


La rubia malcriada y millonaria tentada por la vida alegre fascinaba a Hitchcock, que volvió a filmar su arquetipo en Atrapa a un ladrón (Tocatch a Thief, 1955). Al igual que Ricos y extraños, los amantes de Champagne, Betty (Betty Balfour) y Jean (Jean Bradin), que huyen de la ciudad, se extravían entre los extraños a bordo de un crucero, que alcanzan tras ser rescatados en alta mar, donde han amerizado en un aeroplano. 


La opulencia y el progresivo distanciamiento aparecen simbolizados por la copa de champán que apura el barón (Theodore von Alten), torvo pretendiente de Betty, a través de cuyo cristal observa todos sus movimientos. Tras el crucero de placer, Betty dirige sus pasos a París y se siente atraída por el lujo y la ostentación; allí podemos volver a ver a los alegres protagonistas de Easy Virtue, cuya mayor preocupación es inventar un nuevo cóctel: “some lively people”, dice el intertítulo. Betty muestra en todo momento poco discernimiento, ni siquiera tiene conciencia de su propia realidad: la de una rica heredera que está desafiando la voluntad de su padre (Gordon Harker). El placer es la única utilidad, la búsqueda del instante del presente. Betty derrocha su fortuna en fiestas y en burlarse de los más desfavorecidos.


“La simplicidad (le dice su novio) es la clave del buen gusto”. Betty no tarda en responder de una manera irónica a la acusación de Jean: la crueldad que muestra al disfrazarse con las ropas baratas de una de sus ayudantes de cámara (la otra, una larguirucha fúnebre, es una lesbiana que la mira con deseo) la hace descender a los estadios más funestos del desprecio. Al fondo, en el vestidor, se ve a una joven despojada de sus humildes ropas, tapándose las vergüenzas, mientras Betty divierte a sus invitados. La humillación que la protagonista quiere provocar en la clase media (a la que pertenece su novio) y baja (de la que forma parte su ayuda de cámara) y la idea de sentirse el centro de atracción de todas las miradas, incluída la de su mucama, degrada su vida cotidiana. 


El desorden, el exceso, mueven el espíritu de Betty, atraída cada vez más por el barón, cuyos ojos transmiten todoun mundo de perversiones que la rubia consentida quiere probar, a sabiendas de que se pone en juego su vida (o precisamente por ello). Son saberlo, Betty comparte la dicha falsa y salvaje de su futura compañera en el palacete de fuestas, cuando tenga que vender flores para poder vivir, aquella morena que se mueve casi diabólicamente y que atrae la atención de la pobre niña rica. Hitchcock establece enlaces de isotopías que hacen que el espectador entre fácilmente en el ciclo del dejá vu, en que todo resulta tenebroso, decadente y familiar.


La entrada en escena del padre representa el mazazo moral que ordena la vida de Betty: anuncia a su hija que están arruinados, el patrimonio familiar se lo ha llevado el crack de la bolsa y el mundo de la pobreza y la abstinencia que tanta risa provocaba a Betty hasta hace unas horas se convierte ahora en su propia y perentoria realidad. La idea antes insípida de la moral pasa a ser parte de un obligado corsé sin cuya asistencia se vería perdida. Hitchcock nos descubre entonces sus pensamientos, los recuerdos de sus pretendientes, de los lugares en que fue feliz, de los bailes a bordo del crucero: Betty y su padre se trasladan a vivir a una buhardilla con cocina. Acude a una demanda de trabajo y, como las protagonistas de El jardín de la Alegría, entra a trabajar en una sala de fiestas, si bien vendiendo flores a los clientes. Allí trata de ocultarse de los ojos de su padre y su novio, allí purga sus pecados y es contemplada de nuevo por el barón, que la sigue dondequiera que va. 


En la cocina del local, el pan que se cae al suelo es recogido y servido de modo exquisito en la mesa: así sucede con los “rescates” humanos que realiza el dueño de la sala con las jóvenes en busca de dinero fácil que caen en sus manos, las recoge y pone a disposición de los clientes. Ordena su vida y le da un sentido al servicio de los intereses de sus negocios. Hitchcock nos enseña que las posibilidades económicas fijan los detinos de las gentes.


La avidez de transgresión de Betty ha desaparecido: su ligereza se ha convertido en reflexión y la dura vida de alterne en una medicina espiritual. Sólo entonces, su progenitor finalizará lo que ha sido un engaño para dar a su hija una lección ejemplar: el patrimonio de los Balfour está intacto y el falso barón es un amigo de la familia emviado por su padre a vigilar sus locuras. Tal y como había comenzado el filme, todos se reencuentran en el barco al que sube Betty tras conocer que ha sido objetode un apercibimiento familiar. La trama es una farsa, la mentira una herramienta al servicio de un sentido ético de la existencia: Hitchcock ha jugado con el espectador a una charada moral

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