La rubia malcriada y
millonaria tentada por la vida alegre fascinaba a Hitchcock, que
volvió a filmar su arquetipo en Atrapa a un ladrón (Tocatch a
Thief, 1955). Al igual que Ricos y extraños, los amantes de
Champagne, Betty (Betty Balfour) y Jean (Jean Bradin), que huyen de
la ciudad, se extravían entre los extraños a bordo de un crucero,
que alcanzan tras ser rescatados en alta mar, donde han amerizado en
un aeroplano.
La opulencia y el progresivo distanciamiento aparecen
simbolizados por la copa de champán que apura el barón (Theodore
von Alten), torvo pretendiente de Betty, a través de cuyo cristal
observa todos sus movimientos. Tras el crucero de placer, Betty
dirige sus pasos a París y se siente atraída por el lujo y la
ostentación; allí podemos volver a ver a los alegres protagonistas
de Easy Virtue, cuya mayor preocupación es inventar un nuevo cóctel:
“some lively people”, dice el intertítulo. Betty muestra en todo
momento poco discernimiento, ni siquiera tiene conciencia de su
propia realidad: la de una rica heredera que está desafiando la
voluntad de su padre (Gordon Harker). El placer es la única
utilidad, la búsqueda del instante del presente. Betty derrocha su
fortuna en fiestas y en burlarse de los más desfavorecidos.
“La
simplicidad (le dice su novio) es la clave del buen gusto”. Betty
no tarda en responder de una manera irónica a la acusación de Jean:
la crueldad que muestra al disfrazarse con las ropas baratas de una
de sus ayudantes de cámara (la otra, una larguirucha fúnebre, es
una lesbiana que la mira con deseo) la hace descender a los estadios
más funestos del desprecio. Al fondo, en el vestidor, se ve a una
joven despojada de sus humildes ropas, tapándose las vergüenzas,
mientras Betty divierte a sus invitados. La humillación que la
protagonista quiere provocar en la clase media (a la que pertenece su
novio) y baja (de la que forma parte su ayuda de cámara) y la idea
de sentirse el centro de atracción de todas las miradas, incluída
la de su mucama, degrada su vida cotidiana.
El desorden, el exceso,
mueven el espíritu de Betty, atraída cada vez más por el barón,
cuyos ojos transmiten todoun mundo de perversiones que la rubia
consentida quiere probar, a sabiendas de que se pone en juego su vida
(o precisamente por ello). Son saberlo, Betty comparte la dicha falsa
y salvaje de su futura compañera en el palacete de fuestas, cuando
tenga que vender flores para poder vivir, aquella morena que se mueve
casi diabólicamente y que atrae la atención de la pobre niña rica.
Hitchcock establece enlaces de isotopías que hacen que el espectador
entre fácilmente en el ciclo del dejá vu, en que todo resulta
tenebroso, decadente y familiar.
La entrada en escena del
padre representa el mazazo moral que ordena la vida de Betty: anuncia
a su hija que están arruinados, el patrimonio familiar se lo ha
llevado el crack de la bolsa y el mundo de la pobreza y la
abstinencia que tanta risa provocaba a Betty hasta hace unas horas se
convierte ahora en su propia y perentoria realidad. La idea antes
insípida de la moral pasa a ser parte de un obligado corsé sin cuya
asistencia se vería perdida. Hitchcock nos descubre entonces sus
pensamientos, los recuerdos de sus pretendientes, de los lugares en
que fue feliz, de los bailes a bordo del crucero: Betty y su padre se
trasladan a vivir a una buhardilla con cocina. Acude a una demanda de
trabajo y, como las protagonistas de El jardín de la Alegría, entra
a trabajar en una sala de fiestas, si bien vendiendo flores a los
clientes. Allí trata de ocultarse de los ojos de su padre y su
novio, allí purga sus pecados y es contemplada de nuevo por el
barón, que la sigue dondequiera que va.
En la cocina del local, el
pan que se cae al suelo es recogido y servido de modo exquisito en la
mesa: así sucede con los “rescates” humanos que realiza el dueño
de la sala con las jóvenes en busca de dinero fácil que caen en sus
manos, las recoge y pone a disposición de los clientes. Ordena su
vida y le da un sentido al servicio de los intereses de sus negocios.
Hitchcock nos enseña que las posibilidades económicas fijan los
detinos de las gentes.
La avidez de transgresión
de Betty ha desaparecido: su ligereza se ha convertido en reflexión
y la dura vida de alterne en una medicina espiritual. Sólo entonces,
su progenitor finalizará lo que ha sido un engaño para dar a su
hija una lección ejemplar: el patrimonio de los Balfour está
intacto y el falso barón es un amigo de la familia emviado por su
padre a vigilar sus locuras. Tal y como había comenzado el filme,
todos se reencuentran en el barco al que sube Betty tras conocer que
ha sido objetode un apercibimiento familiar. La trama es una farsa,
la mentira una herramienta al servicio de un sentido ético de la
existencia: Hitchcock ha jugado con el espectador a una charada moral
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